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En su angustia Job decía que desnudo había salido del vientre de su madre y desnudo volvería allá. Y en todo momento alzó su voz para bendecir el Santo nombre de Jehová. (JOB 1:21)
Y qué dicha más grande poder alzar nuestra voz como Job, aunque nos encontremos atravesando una de las peores circunstancias de nuestras vidas, pero darle al Señor Jesucristo las gracias porque a Él sea la gloria en las buenas y a Él sea la gloria también en las malas.
Desde que venimos al mundo por decisión del Eterno Creador nuestro llanto irrumpe el silencio para dar la gloria a Dios, nuestro Señor. De todas nuestras acciones realizadas en nuestra vida, igualmente, todo debiera ser para dar la gloria a Dios.
Todo lo que tenemos, nuestros talentos, nuestra voluntad para el trabajo, los logros, los títulos, los negocios, las propiedades, todo lo adquirido durante la vida que nos regaló Dios, todo debiera ser para darle gloria a Dios.
¿Qué nos llevaremos el día en que debamos presentarnos cara a cara en eterna gloria con el Creador? Nada. Absolutamente nada podremos llevarnos.
El hombre se caracteriza por vanagloriarse de sus logros obtenidos en la vida, se jacta por sus automóviles, viviendas, mansiones, etcétera, no obstante, cuando llega la muerte, se quedan todos esos bienes, el dinero y todo lo que representaba nuestro orgullo. Porque allá, del otro lado, en la Eternidad, no puede pasar el dinero ni las riquezas.
Desnudos salimos de los vientres de nuestras madres y desnudos volveremos. El día que retornemos a la vida eterna no nos importará más el valor del dólar frente a la moneda local, no nos afectará más si el presidente Barack Obama decide declarar la guerra al terrorismo o no, no nos importará si hay o no crisis financiera, si matan a algún personaje famoso, no nos importará nada.
Lo único que importará en ese momento será conocer el lugar hacia dónde iremos a pasar la eternidad: a gozar con el Señor Jesucristo ese lugar que Él prometió prepararnos para los que le seamos fieles o a permanecer una eternidad en el infierno para quienes decidieron rechazarle.
El Señor dijo que en esta vida tendríamos aflicciones pero prometió que suave sería nuestra carga si la depositábamos en sus manos preciosas. Santo, Santo, Santo, es el Señor. Todo, todo lo que somos es de Dios. El aire que respiramos es de Él.
Nuestros hijos son de Dios, nuestros padres, hermanos, tíos, hermanos. Los bienes que poseemos nos los dio el Señor para que los administráramos. Nada es nuestro, todo le pertenece a Él. Nuestra alma, incluso, es de Él, pero depende de nosotros si queremos decidir seguirle o no.
A ti que lees estas líneas, te instamos a que no te rindas, no temas, no desmayes por cualquier situación que te haya tocado vivir. Dios tiene todo bajo control a pesar que parezca que todo acabó. Si tienes sed, Dios te dará de beber. Si estás triste, te consolará. Si extrañas a alguien, Dios te sustentará.
No hay nada que escape de las manos del Señor. Así que gózate y alégrate por cualquier cosa que estés viviendo, recuerda que Dios tiene una morada preparada para ti y para todos los que creemos y confesamos con nuestra boca que Jesús es el Salvador de nuestras almas.
Gózate en la majestad de su presencia, aún cuando las cosas no parezcan que van bien. Si perdiste algo o alguien, recuerda que Jehová te dio y Jehová quitó, sea el nombre de Jehová bendito. Somos del Señor.
Dice un himno de antaño: Sea que vivamos o que muramos, somos del Señor. Levántate y gózate con lo que el Señor te ha dado hoy. ¡Bendito sea nuestro Señor Jesucristo, hoy, mañana y siempre!
CARTA DEL DIRECTOR
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